School of Rock: una aplanadora musical con un gran protagonista y una encantadora banda de chicos

por Gustavo Llados / LA NACION

Al parecer, los musicales que más funcionan en Buenos Aires son los que remiten a un origen cinematográfico. Sólo bastan enumerar títulos como Tootsie, Mamma mia! y Legalmente rubia. Y ni qué hablar si incluyen niños en su elenco, porque los torna más familiares y convocantes, como fue el caso de Matilda el año pasado. En esta temporada, esa misma fórmula se vuelve a repetir en School of Rock, con un nutrido grupo de chicos que además de actuar, cantar y bailar, tocan diversos instrumentos.

El musical está basado en la exitosa película homónima de 2003, protagonizada por el comediante Jack Black, y repite casi milimétricamente todo su argumento. Es la historia de Dewey Finn, un cantante y guitarrista de rock que de la noche a la mañana es despedido de su banda (No Vacancy) y debe rebuscárselas para sobrevivir. A tono con su desfachatez, se hace pasar por su amigo Ned Schneebly (con quien convive) y termina ocupando su rol de maestro suplente en un tradicional colegio primario. Allí descubre que los alumnos tienen un talento insospechado para la música y, pese a la reticencia del establecimiento y de los padres, los alienta para desarrollar sus dones y hasta participar en “una batalla de bandas”. En el medio también logrará conmover y hasta enamorar a la directora Rosalie Mullins, quien así, también, retomará su pasión por el canto y el rock and roll.

Lamentablemente, el musical –estrenado en Broadway en 2015, donde permaneció en cartel durante cuatro años– no incluye los temas que conformaban la notoria banda sonora del film, entre ellos varios clásicos de Led Zeppelin, The Who, The Doors, The Black Keys, Cream, T. Rex, Ramones, The Stooges y AC/DC. Aquí todas las canciones son de la autoría de Andrew Lloyd Webber, un experto en el género teatral, con pedigrí de master por títulos como El fantasma de la óperaEvitaCats y Sunset Boulevard, pero sin grandes antecedentes en el rock salvo por la ópera rock Jesucristo Superstar, de sus comienzos. De ahí algunas repeticiones y/o falta de variaciones sonoras a lo largo de las dos horas y media que dura el espectáculo. No obstante, la potente conjunción de una orquesta de músicos adultos y profesionales, en el foso, con la de los niños debutantes, en el escenario, hacen olvidar las falencias del autor y convierten la velada en un evento musical inusual, de efecto aplanadora.

De todos modos, el fuerte de School of Rock son las actuaciones. Si bien la elección de Agustín “Soy Rada” Aristarán como Dewey Finn podría sorprender en un principio por adolecer del tipo de voz adecuado para el personaje, luego queda clarísimo que fue (muy bien) escogido por su singular capacidad histriónica, que le permite insuflar gracia y humor a cada una de las escenas (y de paso contagiar al resto de sus compañeros). Es sin dudas el puntal del elenco y del espectáculo. Su trabajo, absolutamente demandante, supera con creces al del año pasado en Matilda y le garantiza un sitial de privilegio en los castings de musicales venideros. A su lado, debuta en teatro la cantante Ángela Leiva (con antecedentes actorales únicamente en televisión), como la directora Rosalie Mullins, y lo hace muy bien. A la hora de cantar, sola o junto a Aristarán, su aporte es invalorable.

Sus temas “Reina de la noche” y “¿Dónde fue el rock?” dejan la vara bien alta y con ganas de seguir escuchándola. Como el amigo Ned Schneebly y su novia Patty Di Marco se destacan Santiago Otero Ramos y Sofía Pachano, fundamentalmente la actriz, quien hace gala de su notoria vis cómica. También, aunque en un rol muy pequeño, brilla Germán “Tripa” Tripel, como Theo, el cantante original de la banda No Vacancy. Seguramente sus programadas funciones como alternante en el rol principal le permitirán próximamente al ex Mambrú lucir todo el rango de su voz “rota”, tan adecuada para cantar rock. Por último, pero no en menor lugar de importancia, hay que reconocer el trabajo de todos –absolutamente todos– los niños que participan de los tres elencos infantiles (de 13 integrantes cada uno, con edades que oscilan entre los nueve y los 15 años, que alternan su presencia entre las numerosas y exigentes funciones de cada semana), que le ponen alegría y espontaneidad a la obra. Son el alma de School of Rock y sin ellos (como ya ocurrió con Matilda) sería otro el resultado.

Asimismo, debe reconocerse la labor de la coreógrafa Analía González, quien planteó aquí una dinámica de bailes muy compleja que suma bríos y color a la puesta local. Y la del eximio escenógrafo Jorge Ferrari, experto en generar magia en todo tipo de escenarios. Como responsable de la dirección general de School of Rock, Ariel Del Mastro suma un laurel más a su corona, crédito que debe compartir en parte con Marcelo Caballero, encargado de la dirección de actores que, como ya fue dicho, es uno de los puntos altos del show. En definitiva, School of Rock no pasará a la historia como uno de los mejores musicales. Ni entraña uno de los trabajos más inspirados de Andrew Lloyd Webber. Sin embargo, es un gran espectáculo al que la versión argentina –con altísimo nivel artístico y de producción- hace honor y mejora.

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