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Tick Tick Boom

por Mariana Petraglia / DESDE MI BUTACA

La urgencia de vivir antes de que sea tarde

Lejos de ponerme contrafáctica, me pregunto:

¿Qué hubiese pasado si “Superbia” hubiese sido un éxito desde la primera lectura?

¿Jonathan Larson habría seguido escribiendo obra tras obra simplemente porque era escritor?

¿Por qué no se abandona una pasión, incluso cuando el mundo no responde?

Fui a ver Tick, Tick… Boom! en el Paseo La Plaza. Ya la había visto.

Y sin embargo, esta vez fue como si todo sucediera por primera vez.

Tal vez porque esta obra tiene esa potencia: no importa cuántas veces la veas, siempre encuentra la forma de hablarte de nuevo.

La dirección de Marcelo Caballero es clara, sensible, lúcida. No se impone: acompaña. Y en ese acompañar, todo se ordena con precisión y belleza.

Es una obra que habla de eso que a veces evitamos nombrar: el miedo al tiempo que se va, al fracaso, a no dejar huella.

Pero también es una obra sobre lo que arde. Sobre lo que se insiste. Sobre lo que se escribe aunque duela.

Jonathan Larson se sentía una bomba de tiempo. Un cuerpo a punto de estallar por todo lo que quería decir.

Y acá estamos, escuchando aún el eco de ese estallido.

La puesta es pequeña en número, pero gigante en impacto.

Federico Coates le da cuerpo y alma a Jon. Tiene esa mezcla tan poco frecuente de intensidad y ternura.

Pedro Velázquez aporta ritmo, contención y los guiños justos en los momentos adecuados.

Lucien Gilabert es presencia, entrega, voz y verdad. Como siempre!!! Como la primera vez que la vi haciendo “Lo quiero ya”, dirigida también por Marcelo Caballero 🫶🏻

Los tres se ensamblan con precisión, sin esfuerzo aparente, como si la obra también los estuviera escribiendo a ellos mientras la hacen.

Hay una banda en vivo que vibra como un personaje más.

Al final, sin pensarlo, el público pide “¡otra!”. Como si no quisiéramos irnos. Como si todavía quedara algo por cantar.

Juan Pablo Sosa, Federico Oviedo, Pedro Sosa, Malvina Borges y Giuliana Sosa sostienen y elevan la historia desde cada nota.

Una cámara proyecta en escena una segunda mirada.

No es distracción, es recurso.

Un reflejo de esa voz interior que a veces no queremos escuchar.

Ver esa otra perspectiva en simultáneo suma una capa más de sentido.

Y entonces, lo simple se vuelve profundo.

El cuaderno como regalo de cumpleaños.

Saber que lo iba a usar para escribir Rent.

Saber que no iba a estar en el estreno.

Eso me estrujó algo adentro. Como si el tiempo de Jon fuese también el mío, el nuestro.

Y así, con la emoción desbordada y cierta confusión a bordo, aplaudimos a rabiar.

No solo por lo que vimos. Sino por lo que sentimos.

Por lo que comprendimos —una vez más— sin que nadie nos lo explique.

Porque lo contrario a la guerra no es la paz.

Es el arte.

5

Hace falta más Lorca en la vida

por Sandra Comisso / Clarín

«¿Por qué me miras así? Tienes una espina en cada ojo».

¿Hay algo que pueda ser más contundente que esa frase? Bodas de sangre es una manifiesto de la pasión más profunda y tremenda. Federico García Lorca no tenía miedo a hundirse en las profundidades más oscuras y dolorosas del sentimiento, cualquiera que fuese. Del amor al odio, de la locura al encierro, del pavor a la poesía, del desenfreno a la muerte, él recorría todo con las palabras como armas certeras.

Esta columna es una reivindicación de esa profundidad, de esa densidad que tienen sus obras, que arrastran al que está del otro lado (sea lector o espectador) como una rama frágil llevada por una ola voraz. No hace falta, para el que lo conoce, para el que lo siente, enumerar las virtudes de Lorca. Pero sentí la necesidad de volver a repasar su maravilloso (y también tremendo) mundo después de asistir a una función de Bodas de sangre, interpretada por un elenco argentino-español, y que dirige Marcelo Caballero (también actúa y no llega a los 30 años. Una prueba de que la edad no es nada más que un número).

Lo que sucede en la oscuridad de la sala, con esas palabras retumbando en las paredes, con la sangre de utilería y las lágrimas verdaderas, con los taconeos y lamentos flamencos a unos pasos de distancia, es como si un tsunami se metiera en el escenario, como si un volcán echara lava sobre los espectadores. ¿Exagerado? ¿Subjetivo? Seguramente. Pero ¿cuándo las cosas son de otra manera frente a un hecho artístico?

Dejando de lado las represiones y mandatos sofocantes que rodearon al propio Lorca y a los cuales defenestró con tanta belleza como ferocidad, el mundo lorquiano es la antítesis de nuestro alcalina y descolorida actualidad (llena de productos para desinfectar). Vivimos rodeados y regodeados de lo frugal, lo light, lo diet, lo careta, lo efímero, lo pasajero, lo virtual.

Son noticia relaciones que terminan antes de empezar, sentimientos agarrados con alfileres, pero alfileres de plástico. Parece que el foco de la vida no puede pasar la barrera de lo superficial; de lo que se ve a simple vista (llámese abdominales, siliconas, tatuajes, cirugías) da terror indagar, decir las cosas desde las entrañas, ahondar en lo más profundo de lo humano. Todo lo que Lorca pone de manifiesto y que llega como una cachetada hasta las butacas. Hay que bancárselo, pero lo recomiendo como un maravilloso ejercicio de catarsis. Si no te conmovés con eso, no te conmovés con nada.

https://www.clarin.com/espectaculos/teatro-federico-garcia-lorca-bodas-sangre-marcelo-caballero-metdodo-kairos-teatro_0_Syv1-Q9w7l.html